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La Política como llamado

  • IDEALISMO Y REALISMO

LA POLITICA COMO LLAMADO

-‹‹Creo que Carlos aún no decide exactamente qué quiere ser, si periodista, filósofo, político o poeta››-, le dije a Don Julio Scherer, a propósito de la renuncia de Carlos Castillo Peraza al partido y su -‹‹deserción››- del deber político.
-‹‹No, don Javier, es clarísimo: escogió la política como la tarea fundamental››.
-‹‹La política escoge, Don Julio››, terció Francisco Paoli Bolio.
¡Qué bello, Licenciado!, aceptó el periodista.

– Javier Corral Jurado

Transité del periodismo a la política, no brinqué. Salía de un ejercicio que de todo puede conocer y escrutar, al mismo tiempo que entraba en el campo de una actividad ‹‹indispensable y superior››que todo debe resolver.

A las dos actividades las inviste una pasión, porque no se puede escribir, ni hacer política, sin emoción por el mañana. Además de la vocación, en ambas actividades –calificadas así mismas como oficio–, se requiere de lealtad, disciplina, destreza y habilidades. Pero mientras que el periodismo puede vivir sin problemas en los márgenes de la interpretación y la opinión subjetiva, la política es el arte de lo posible a partir de lo real.

Envuelta en profundos ideales de cambio y transformación, a veces soñadora y utópica, la política trabaja con frecuencia en las aguas negras de un mundo podrido y frente a un hombre infeliz. Lo más importante es que nació para transformar lo primero, y luego lograr que el hombre se encuentre a sí mismo, en el servicio a los demás.

Por ello inicié esta colaboración recordando aquella conversación que tuve con Julio Scherer y Francisco Paoli sobre la renuncia de Carlos. Creo que la política es un llamado y uno tiene que definir si acude a la cita, bajo qué motivaciones, y en la búsqueda de qué fines.

Quienes han buscado sintetizar las contradicciones de la política y sus métodos, pero han buscado desvirtuar sus fines, han denominado a ésta como ‹‹la continuación de la guerra por otros medios››.

Desde mi ingreso a las filas de la oposición –cuando apenas tenía 15 años–, pasando por los espacios de decisión pública en los que ya me ha tocado estar, he conocido y comprobado lo que decía Luis de Garay, ‹‹que en el complicado y difícil mundo del poder se dan cita muy diversas categorías de hombres››: los que tienen una especial vocación política porque anhelan que la fuerza de la autoridad sirva para conservar y acendrar, y para construir y dar vida duradera a una figura ideal de su pueblo, o del mundo; los que aspiran al mando a secas, porque tienen la pasión del poder, exigente y abrasadora, y, también los que tratan de conservar una participación en él, aún penosamente, azarosamente, como un medio de lucha por la vida, como una actividad lucrativa singular y privilegiada, como un negocio cualquiera. Son aquellos a los que la voz popular condena a la muerte por hambre si salen del presupuesto.

Son los mismos que han hecho mucho daño a la política, y son conocidos vulgarmente como políticos sin serlo en realidad.

En el oficio de la política, más humano y contradictorio y a la vez más sagrado de lo que suele pensarse , en efecto florecen especímenes muy diversos, como diversa es la fuente final de los iniciados o destacados en el ramo del poder. No pagan caro los idealistas, son los que usan el odio y la mercadería por un lado, y los utópicos por el otro, los que salen perdiendo al final de cuentas en la política. Dos de estos últimos, por ejemplo, ambos de nombre Tomás – el obispo Becket y el canciller Moro– por servir a su misión y su fe, prefirieron entregar al monarca su participación en el poder y, al mismo tiempo, su cabeza al verdugo.

De ahí que haya con frecuencia un falso debate sobre si en política pueden actuar hombres con profundos ideales.

El idealista sí existe en política y no debe ser confundido con el utópico. Efraín González Luna, quien describió la doctrina de Acción Nacional como Humanismo Político, habla de esto: ‹‹Si suponemos que el idealista es el que edifica en las nubes, el término está mal empleado; ese es el utopista, el que razona y actúa fuera de los datos de la realidad. El idealista es el hombre que tiene los pies firmemente asentados en la tierra, el hombre que tiene los ojos y las ventanas del alma abiertos para todo linaje de conocimientos, para todo género de experiencias, para toda comprobación, para toda posibilidad de ser, para enfrentarse a todos los problemas posibles; pero que, al mismo tiempo, tiene una tabla superior de valorizaciones, un sistema de soluciones que subordina lo secundario y relativo a lo fundamental y absoluto››.

Hay otra querella que se agita en política en torno al concepto de realidad, puesto que hay un ‹‹realismo››falso y otro auténtico. El primero consiste en una de estas dos actitudes, parejamente miserables: la negativa, de sometimiento a la presión de los factores que en cierta hora constituyen una imperiosa coyuntura circunstancial, sólo dominable por medios de lucha; y la positiva, de aprovechamiento de situaciones ventajosas, entendiendo por ventaja no sólo el incremento patrimonial, sino tantas otras formas de satisfacción de apetitos humanos o infrahumanos siempre inferiores.

‹‹Ambas posturas –dice González Luna–, merecen nombres muy diversos del de ‹‹realismo››. Se caracteriza no por un especial acatamiento de los datos de la realidad como premisas de decisión y de conducta; sino por una relajación de resortes morales››. Hablar de realismo debe tener como referencias del actuar las condiciones de opresión y de miseria, de abandono y de injusticia en el que se desenvuelven nuestras comunidades políticas.

Para mí la política es una lucha permanente de los ideales frente a la realidad. De ahí que el verdadero político busque y tenga una pasión por el poder, no como un fin en sí mismo, sino como la intensa noción de la grandeza de la autoridad, de sus fecundas posibilidades y deberes.

Trabajar frente a la realidad, debe contar en la política con un gran sentido de lo posible; conocer y medir los factores humanos, las fuerzas en juego y las circunstancias de tiempo y lugar.

‹‹El Político sin principios –señala Luis de Garay– mide lo que puede hacer para sus planes sin arriesgar su posición. Tiene, inclusive, acometividad en el atropello pero huye ante la posibilidad de perder el favor del más fuerte. Cede sus convicciones, sus proyectos, su decoro, todo, antes que comprometer su puesto››.

Pero el hombre de Estado, el gran político, tiene también sentido de lo posible, pero mide las circunstancias y las fuerzas, no para rehuir los riesgos de su puesto sino para hacerse de aquellas y conducirlas con pulso diestro y firme a las metas de un gran destino. Sus ojos no se aquietan en perspectivas mediocres, en la turbia banalidad de lo inmediato. No están hechos para quedarse en los mirajes de los medio inteligentes. Hacer política en sentido amplio es voltear en el horizonte de la patria, para que México tenga futuro con porvenir.

Para construir el futuro, el político tiene que tener un gran conocimiento de la historia del Estado. El poder puede perder la perspectiva si no sondea el pasado, y se desdibujan conceptos como los de soberanía e independencia, si no tiene claros los elementos constitutivos y los fines del Estado.

La perseverancia y la lealtad son dos valores instrumentales de la política. Si en el matrimonio la infidelidad se paga con el divorcio y el abandono; en política la deslealtad se cobra con el ostracismo y el olvido. Dicen que no hay peor nostalgia que la de los políticos; ningún momento tan difícil como el retiro, en el que conviene una preparación bastante anticipada. Lo más importante de recordar es que en política no hay dogmas, ni espacio ganado para siempre; no hay vacíos, puesto que siempre alguien los llena. Se puede ser idealista, congruente con el llamado, hacer lo posible frente a las realidades adversas. Eso es la política, la más noble.

El escrito que aquí se reproduce, fue premiado por la Asociación de Periodistas de Ciudad Juárez, como el Mejor Artículo de Fondo el 7 de junio de 1999, fecha en que, en ceremonia solemne, se le entregó la Columna de Plata a su autor, el diputado federal Javier Corral Jurado.